Por: Miriam Grunstein
Publicado en Animal Político.
Alguna vez un profesor de psicología de la preparatoria explicó que una manera eficaz de enloquecer a un niño sería privándolo de toda noción de seguridad. Un experimento, continuó, sería hacerle presionar un interruptor. La primera vez el resultado sería el esperado: oprimes hay luz, vuelves a oprimir, se va. La segunda vez: presiona, se escucha un rugido de un león; vuelve a presionar, muge una vaca; en una tercera vez, callan los animales. Otros efectos de jugar con el interruptor serían escuchar música, carcajadas, llanto, un grito, e incluso un sonoro e hilarante pedo. Este ejercicio no es desquiciante para un niño por una hora, hasta puede ser entretenido. Pasado este tiempo, si se extiende a una práctica cotidiana extendida, puede producir ansiedad y un sentimiento profundo de angustia debido a la incertidumbre.
Nunca he experimentado con niños, pero sí con interruptores, al menos de forma metafórica. Desde que ingresé a las filas de “energólogos” mexicanos, hace casi veinte años, hemos prendido y apagado el switch de nuestras expectativas más veces de las que quisiéramos o podemos contar. México tuvo una reforma eléctrica en 1993 y sus adversarios, Bartlett notablemente entre ellos, la quería fundir; después hubo una reforma del gas en 1995 y ha sobrevivido pese a que sus opositores, siendo Pemex sigilosamente el más poderoso, ha querido cerrarle la llave. De ahí nos fuimos con la reforma tan escuálida de 2008, que se cacareó por los tres partidos políticos y no puso un solo huevo. Luego, al fin, vino la de 2013, la más profunda, cuyos hacedores son irónicamente sus verdugos. Las promesas vacuas de energéticos de remate, cuya viabilidad era nula desde el inicio, solo pisaron los callos de la población. No extraña entonces que, sumado este dolor a otros agravios, el electorado haya sacado al PRI a patadas. Más aún cuando José Antonio Meade, por dar la cara en el momento del gasolinazo, sufrió una quemadura de tercer grado.
Desde la aprobación de la última reforma, esta olía demasiado a presidencialismo. La Constitución y las leyes dejan las decisiones más importantes en manos del presidente y así lo hará su gabinete. Por eso mismo, al aprobarse la reforma, una pregunta, que se convirtió en profecía autocumplida, fue ¿y qué pasaría si un presidente adverso a la reforma ganara las elecciones? Y ¡Recórcholis! Así fue. En un principio, durante la campaña de Andrés Manuel, se presentía que iba bajar el “switch” a la reforma, luego volvieron a presionar el interruptor, vino la luz y se anunció su supervivencia. Instantes después nombraron a Manuel Bartlett como director de CFE –cuya razón existencial ha sido trabar toda liberalización del sector— y hubo un apagón. Pero luego él mismo encendió los focos y clamó que no frenaría la reforma. Entretanto, Gerardo Fernández Noroña baja el “switch” mientras que Alfonso Romo lo prende. Cosa aparte fueron los rumores de que Fluvio Ruiz Alarcón, otrora asesor de personajes de la historia nacional de la Infamia, en los que Emilio Lozoya ocupa el estrellato, iba a ser director general de Exploración y Explotación de Pemex y declaró en una sesión privada en el ITAM que el nuevo gobierno detendría las licitaciones petroleras y las alianzas con Pemex, entre otras cosas. Eso lo supo toda la fauna energética porque alguien se encargó de que su presentación llegara a todas las redes sociales. Pero, alas, Rocío Nahle, la futura Secretaria de Energía, no tardó en descalificar de tajo el dicho de Ruiz Alarcón, al aseverar que éste no era ni siquiera parte del equipo de transición.
Así las cosas, estamos a punto de un ataque de nervios. Los directivos de las empresas han asumido esta volubilidad con estoicismo y muestran su mejor cara en los eventos. Pero se ven flacos, cansados, ojerosos y sin ilusiones. Y no es para menos. La emisión de señales contradictorias ni los deja avanzar ni los hace libres. El sector energético no es para jugar sillas musicales en donde todos giramos hasta que uno a uno pierde su lugar. Con la energía no se juega. Hay demasiado de por medio. De entrada, el bienestar de todo un país, en particular aquel de las clases más vulnerables. Una crisis energética es más soportable para los más fuertes. No es el caso de los más necesitados porque la escasez de los energéticos encarece todo, desde lo más frívolo hasta lo más vital.
Un día tenemos una reforma con futuro y al día siguiente no. ¿Qué harán los que ya están? Seguirán adelante, porque ya tienen inversiones hundidas, pero es probable que frenen las inversiones. No meterán activos al país para arriesgar a que sean secuestrados. Sin embargo, aun no inician las operaciones de aguas profundas y es dudoso que sumerjan un solo taladro si el país se siente como un pantano. Hugo Chávez fue muy astuto cuando, al tomar el poder, dijo que respetaría la apertura petrolera de Venezuela, hasta que subió el precio del barril y entonces, con toda parsimonia, nacionalizó la industria, con muy poca visión a largo plazo. En la medida en que Chávez regaló energéticos a manos llenas, creó expectativas insostenibles entre los más pobres. Luego a Maduro le ha tocado bajar el interruptor y no hay para cuándo Venezuela salga del túnel.
López Obrador sabe bien que no puede regalar nada a manos llenas. Tal vez por eso no sabe qué hacer y es muy transparente su indecisión y su dilema. Por eso, sus allegados (y no él) suben y bajan el “switch” con manos que tiemblan y hacen temblar.
* Miriam Grunstein es experta en energía de México, ¿Cómo Vamos? Es Licenciada en Derecho en el ITAM y en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Nuevo México, y Maestra y Doctora por la Escuela de Ciencias y Artes de la Universidad de Nueva York.